La democracia delegativa.
Hace unos 15 años, al
tratar de entender los gobiernos de Menem; de Collor, en Brasil, y la primera
presidencia de Alan García, en Perú, argumenté que estaba surgiendo un nuevo
tipo de democracia, a la que llamé delegativa para diferenciarla de la que está
ampliamente estudiada: la democracia representativa. Se trata de una concepción
y una práctica del poder político que es democrática porque surge de elecciones
razonablemente libres y competitivas; también lo es porque mantiene, aunque a
veces a regañadientes, ciertas importantes libertades, como las de expresión,
asociación, reunión y acceso a medios de información no censurados por el
Estado o monopolizados.
Este tipo de democracia,
como la que vive hoy la Argentina, tiene sus riesgos: los líderes delegativos
suelen pasar, rápidamente, de una alta popularidad a una generalizada
impopularidad.
Los líderes delegativos
suelen surgir de una profunda crisis, pero no toda crisis produce democracias
delegativas; para ello también hacen falta líderes portadores de esa concepción
y sectores de opinión pública que la compartan. La esencia de esa concepción es
que quienes son elegidos creen tener el derecho -y la obligación- de decidir
como mejor les parezca qué es bueno para el país, sujetos sólo al juicio de los
votantes en las siguientes elecciones. Creen que éstos les delegan plenamente
esa autoridad durante ese lapso. Dado esto, todo tipo de control institucional
es considerado una injustificada traba; por eso, los líderes delegativos
intentan subordinar, suprimir o cooptar esas instituciones.
Estos líderes a veces
fracasan de entrada (Collor en Brasil), pero otras logran superar la crisis, o
al menos sus aspectos más notorios. En la medida en que superan la crisis
logran amplios apoyos. Son sus momentos de gloria: no sólo pueden y deben
decidir como les parece; ahora ese apoyo les demuestra, y debería demostrar a
todos, que ellos son quienes realmente saben qué hacer con el país. Respaldados
en sus éxitos, los líderes delegativos avanzan entonces en su propósito de
suprimir, doblegar o neutralizar las instituciones que pueden controlarlos.
A libro cerrado
Aquí se bifurcan las
historias de estos presidentes. Algunos de ellos, como Kirchner (y Menem en su
momento), tuvieron la gran ventaja de lograr mayoría en el Congreso. Sus
seguidores en este ámbito repiten escrupulosamente el discurso delegativo: ya
que el presidente ha sido elegido libremente, ellos tienen el deber de
acompañar a libro cerrado los proyectos que les envía "el Gobierno".
Olvidan que, según la Constitución, el Congreso no es menos gobierno que el
Ejecutivo; producen entonces la mayor abdicación posible de una Legislatura,
conferir (y renovar repetidamente) facultades extraordinarias al Ejecutivo.
En cuanto al Poder
Judicial (en el caso nuestro, a contrapelo de buenas decisiones iniciales en la
designación de miembros de la Corte Suprema y reducción de su número), se van
apretando controles sobre temas tales como el presupuesto de esa institución y,
crucialmente, las designaciones y promociones de jueces. Asimismo, con relación
a las instituciones estatales de accountability (rendición de cuentas),
auditorías, fiscalías, defensores del pueblo y semejantes, se apunta a
capturarlas con leales seguidores del presidente, al tiempo que se cercenan sus
atribuciones y presupuestos. Todo esto ocurre con entera lógica: para esta
concepción supermayoritaria e hiperpresidencialista del poder político, no es
aceptable que existan interferencias a la libre voluntad del líder.
Por momentos, el líder
delegativo parece todopoderoso. Pero choca con poderes económicos y sociales
con los que, ya que ha renunciado en todos los planos a tratamientos
institucionalizados, se maneja con relaciones informales. Ellas producen una
aguda falta de transparencia, recurrente discrecionalidad y abundantes
sospechas de corrupción.
En verdad, ese líder no
puede tener verdaderos aliados. Por un lado, tiene que lidiar con los nunca
confiables señores territoriales. Ellos deben proveer votos, así como un
control de sus territorios que, sin importarle demasiado al líder cómo, no
genere crisis nacionales. Por supuesto, los gobernadores (no pocos de ellos
también delegativos, si no abiertamente autoritarios) pasan por esto facturas
cuyo monto depende del cambiante poder del presidente; así se pone en
recurrente y nunca finalmente resuelta cuestión la distribución de recursos
entre la Nación y las provincias.
En cuanto a los
colaboradores directos de estos líderes, ellos tampoco son verdaderos aliados.
Deben ser obedientes seguidores que no pueden adquirir peso político propio,
anatema para el poder supremo del líder. Tampoco tiene en realidad ministros,
ya que ello implicaría un grado de autonomía e interrelación entre ellos que
es, por la misma razón, inaceptable.
Asimismo, el líder suele
necesitar el apoyo electoral de otros partidos políticos, algunos de los cuales
se tientan con la posibilidad de beneficiarse de la popularidad de aquél. Pero
estos partidos tampoco pueden ser verdaderos aliados; su a veces ostensible
oportunismo los hace poco confiables, y el propio hecho de que sean otros
partidos muestra al líder que tampoco lo son para acompañarlo plenamente en su
gran tarea de salvación nacional. Además, si fueran realmente tales aliados, el
líder tendría que negociar con ellos importantes decisiones de gobierno, lo
cual implicaría renunciar a la esencia de su concepción delegativa.
Los líderes delegativos
inicialmente exitosos generan importantes cambios, algunos de ellos, en casos
como el nuestro, de signo e impactos positivos. Pero por eso mismo van
apareciendo nuevas demandas y expectativas, junto con el resurgimiento de
antiguos problemas. La complejidad de los temas resultantes exigiría tomar
complejas decisiones; pero ellas sólo son posibles con participación de
sectores sociales y políticos que sólo pueden hacerlo ejerciendo una autonomía
que el líder delegativo no está dispuesto a reconocerles.
De esta manera, los
líderes se van encerrando en un estrecho grupo de colaboradores, que quedan
cada vez más atados al supremo valor de la "lealtad" al líder. A su
vez, quienes en el Estado y desde el llano apoyan desinteresadamente al líder
comienzan a dar señales de desconcierto y preocupación. Comienzan a resentir
que sólo se los convoque para aclamar las decisiones del Gobierno. Es típico de
estos casos que a períodos iniciales de alta popularidad suceden abruptas
caídas y, con ello, una cascada de "deserciones" de quienes hasta
hacía poco proclamaban incondicional lealtad al líder.
Cuando aparece la crisis
de estos gobiernos, el país se encuentra con debilidades institucionales que el
líder delegativo se ha ocupado de acentuar. Entonces, los señores territoriales
empiezan a tomar distancia de ese líder. Por su parte, los partidos que
creyeron ser aliados y descubren que sólo podían ser subordinados instrumentos,
comienzan a recorrer un complicado camino de Damasco hacia otras latitudes políticas.
Desde su creciente
aislamiento, el líder reprocha la "ingratitud" de quienes, luego de
haberlo aplaudido, ahora resienten la reemergencia de graves problemas y las
maneras abruptas e inconsultas con que intenta encararlos (si no negarlos como
malicioso invento de condenables intereses expresados en los nunca tan molestos
medios de comunicación). Este es un estilo de gobernar que corresponde
rigurosamente a la constitutiva vocación antiinstitucional de la democracia
delegativa.
De hecho, el líder
tiende a adoptar un mecanismo psicológico bien estudiado, típico de estas
situaciones: no logra distinguir caminos alternativos y se aferra a seguir
haciendo lo mismo y de la misma manera que no hace mucho funcionó
razonablemente bien. A estas alturas de los acontecimientos, otros líderes
delegativos se encontraron huérfanos de todo apoyo organizado. En cambio, entre
nosotros, el matrimonio presidencial tiene la ventaja de contar con parte del
Partido Justicialista; pero, mostrando la raigambre de sus visiones, éste es
manejado con la misma discrecionalidad que su gobierno.
A medida que avanza la
crisis, el líder apela al apoyo de los verdaderos "leales" y arroja
al campo del mal no ya sólo a los eternos herejes de la causa nacional, sino
también a los "tibios". El líder ya no vacila en proclamar que el
principal contenido de toda la oposición es ser la antipatria, de las que nos
quiere salvar. La imagen asustadora del retorno a la crisis de la que nació su
gobierno -el caos- aparece en su discurso. En cuanto a la oposición, tiende a
aglomerar, entre otros, a sectores sociales y actores políticos que aquél
justificadamente criticó. De allí resultan incómodas compañías, intentos de
diferenciación y apuestas en pro y en contra de la polarización que impulsa el
líder delegativo.
Entonces también surge
uno de los riesgos de la democracia delegativa: en respuesta a la crispación
que produce a su líder la para él/ella injustificable aparición de aquellas
oposiciones, le tienta amputar o acotar seriamente las libertades cuya vigencia
la mantienen en la categoría de democrática. Que este riesgo no es baladí se
muestra en el desemboque autoritario de Fujimori en Perú y de Putin en Rusia, y
en el similar desemboque hacia el que hoy Chávez empuja a Venezuela.
Felizmente, la Argentina no tiene las condiciones propicias para ese desenlace,
pero no es ocioso recordar que la democracia también puede morir lentamente, no
ya por abruptos golpes militares sino mediante una sucesión de medidas, poco
espectaculares pero acumulativamente letales.
Auténtico dramatismo
En la lógica delegativa,
las elecciones no son el episodio normal de una democracia representativa, en
las que se juegan cambios de rumbo, pero no la suerte de gestas de salvación
nacional. Para una democracia delegativa, hasta las elecciones parlamentarias
adquieren auténtico dramatismo: de su resultado se cree que depende impedir el
surgimiento de poderes que abortarían esa gesta y devolverían el país a la gran
crisis precedente. Hay que jugar todo contra esta posibilidad porque, para esta
concepción, todo está realmente en juego. Es importante entender que estos
argumentos no son sólo recursos electorales; expresan auténticos sentimientos.
La repetición de estos
episodios no es casual; obedece al despliegue de una manera de concebir y
ejercer el poder que se niega a aceptar los mecanismos institucionales, los
controles, los debates pluralistas y las alianzas políticas y sociales que son
el corazón de una democracia representativa. En el transcurso de su crisis,
cuando acentúa su discurso polarizante y amedrentador, esta manera de ejercer
el poder recibe apoyos cada vez más escasos y endebles, al tiempo que acumula enojos
de los poderes e instituciones, políticos y sociales, que ha ido agrediendo,
despreciando y/o intentando someter. El período de crisis de las democracias
delegativas es de gran aceleración de los tiempos de la política; no deja de
ser paradójico, aunque entendible dentro de esta concepción, que sea el líder
delegativo quien más contribuye a esa aceleración -como todo le parece en
juego, casi todo pasa a ser permitido.
Con estas reflexiones
expreso una honda preocupación. Estoy persuadido de que el futuro de nuestro
país depende de avanzar hacia una democracia representativa. No sé si será
posible moverse de inmediato en esa dirección. Esta duda se refiere a un Poder
Ejecutivo que parece poco dispuesto a reconducir su gestión. También incluye
una oposición que contiene importantes franjas que han demostrado compartir
estas mismas concepciones y prácticas delegativas, y no es seguro que las
abandonen si triunfan en estas y futuras elecciones. Queda abierta la gran
cuestión -que algunas campañas electorales por cierto no despejan- de si el
aprendizaje de los defectos y costos de la democracia delegativa se encarnará
efectivamente en comportamientos y acuerdos que la superen.
Típicamente, los
períodos de visible crisis del poder delegativo, recomponible o no,
reencauzable o no, son de gran incertidumbre. Con ellos tendremos que vivir,
sin perder la esperanza de que, aunque mediante oblicuos y ya largos caminos,
nuestro país se encamine hacia una democracia representativa. Ella vale por sí
misma; es también condición necesaria para ir dando solución a los múltiples
problemas que nos aquejan.
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