jueves, 9 de mayo de 2019

JOHN LOCKE


John Locke. Segundo tratado sobre el gobierno Civil.

CAPÍTULO VIII: EL ORIGEN DE LAS SOCIEDADES POLÍTICAS

95. Siendo todos los hombres, cual se dijo, por naturaleza libres, iguales e independientes, nadie podrá ser sustraído a ese estado y sometido al poder político de otro sin su consentimiento el cual se declara conviniendo con otros hombres juntarse y unirse en comunidad para vivir cómoda, resguardada y pacíficamente, linos con otros, en el afianzado disfrute de sus propiedades, y con mayor seguridad contra los que fueren ajenos al acuerdo. Eso puede hacer cualquier número de gentes, sin injuria a la franquía del resto, que permanecen, como estuvieran antes, en la libertad del estado de naturaleza. Cuando cualquier número de gentes hubieren consentido en concertar una comunidad o gobierno, se hallarán por ello asociados y formarán un cuerpo político, en que la mayoría tendrá el derecho de obrar y de imponerse al resto…. Así pues, cada cual está obligado por el referido consentimiento a su propia restricción por la mayoría. Y así vemos que, en asambleas facultadas para actuar según leyes positivas, y sin número establecido por las disposiciones positivas que las facultan, el acto de la mayoría pasa por el de la totalidad, y naturalmente decide como poseyendo, por ley de naturaleza y de razón, el poder del conjunto.
97. Y así cada hombre, al consentir con otros en la formación de un cuerpo político bajo un gobierno, asume la obligación hacia cuantos tal sociedad constituyeren, de someterse a la determinación de la mayoría, y a ser por ella restringido; pues de otra suerte el pacto fundamental, que a él y a los demás incorporara en una sociedad, nada significaría; y no existiera tal pacto si cada uno anduviera suelto y sin más sujeción que la que antes tuviera en estado de naturaleza. Porque ¿qué aspecto quedaría de pacto alguno? ¿De qué nuevo compromiso podría hablarse, si no quedare él vinculado por ningún decreto de la sociedad que hubiere juzgado para sí adecuada, y hecho objeto de su aquiescencia efectiva? Pues su libertad sería igual a la que antes del pacto gozó, o cualquiera en estado de naturaleza gozare, donde también cabe someterse y consentir a cualquier acto por el propio gusto
98.En efecto, si el consentimiento de la mayoría no fuere razonablemente recibido como acto del conjunto, restringiendo a cada individuo, no podría constituirse el acto del conjunto más que por el consentimiento de todos y cada uno de los individuos, lo cual, considerados los achaques de salud y las distracciones de los negocios que aunque de linaje mucho menor que el de la república, retraerán forzosamente a muchos de la pública asamblea, y la variedad de opiniones y contradicción de intereses que inevitablemente se producen en todas las reuniones humanas, habría de ser casi imposible conseguir. Cabe, pues, afirmar que quien en la sociedad entrare con tales condiciones, vendría a hacerlo como Catón en el teatro, tantum ut exiret. Una constitución de este tipo haría al poderoso Leviatán más pasajero que las más flacas criaturas, y no le consentiría sobrevivir al día de su nacimiento: supuesto sólo admisible si creyéramos que las criaturas racionales desearen y constituyeren sociedades con el mero fin de su disolución. Porque donde la mayoría no alcanza a restringir al resto, no puede la sociedad obrar como un solo cuerpo, y por consiguiente habrá de ser inmediatamente disuelta.
CAPITULO XIX. DE LA DISOLUCIÓN DEL GOBIERNO
211. Quien quisiere hablar con su tanto de claridad de la disolución del gobierno deberá distinguir, en primer lugar, entre la disolución de la sociedad y la pura disolución de aquél. Lo que constituyó la comunidad, y sacó a los hombres del suelto estado de naturaleza hacia una sociedad política, fue el acuerdo a que cada cual llegó con los demás para integrarse y obrar como un solo cuerpo, y así formar una república determinada. El usual y casi único modo porque tal unión se disuelve es la irrupción de una fuerza extranjera vencedora. Porque en tal caso, no pudiendo ya ellos mantenerse y sustentarse como cuerpo entero e independiente, la unión a tal cuerpo atañedera, y cuyo ser fue, deberá naturalmente cesar, y por tanto volver cada cual al estado en que antes se hallará, con libertad de movimiento y de procurar lo necesario a su seguridad, como lo entendiere oportuno, en alguna otra sociedad política. Siempre que la sociedad fuere disuelta es evidente que el gobierno de ella no ha de poder permanecer: Las espadas de los vencedores a menudo cercenan los gobiernos de raíz y hacen menuzas de las sociedades, separando a los súbditos 17 o esparcida multitud de la protección y aseguramiento en aquella sociedad que hubiera debido preservarles de la fuerza embravecida. Está el mundo demasiado informado y ya harto adelante de su historia para que sea menester decir más sobre este modo de disolución del gobierno; y no hará falta mucha argumentación para demostrar que, disuelta la sociedad, imposible es que el gobierno permanezca, tan imposible como que subsista la fábrica de una casa cuando sus materiales fueron desparramados y removidos por un torbellino o emburujados en confuso acervo por un terremoto.
212. Además de ese trastorno venido de fuera, sus modos hay de que los gobiernos puedan ser disueltos desde dentro: Primero. Por alteración del legislativo. Consistiendo la sociedad civil en un estado de paz entre los que a ella pertenecieren, en quienes excluye el estado de guerra el poder arbitral establecido en el legislativo para extinguir todas las diferencias que puedan surgir entre cualesquiera de ellos será en el legislativo donde los miembros de una comunidad política estén unidos y conjuntos en un coherente ser vivo. Esta es el alma que da forma, vida y unidad a la comunidad política; por donde los diversos miembros gozan de mutua influencia, simpatía y conexión; de suerte que, al ser quebrantado o disuelto el legislativo, sílguense la disolución y la muerte. Porque la esencia y unión de la sociedad consiste en tener una voluntad; y el legislativo, una vez establecido por la mayoría, vale por la declaración y, por decirlo así, el mantenimiento de la voluntad predicha. La constitución del legislativo es el acto primero y 18 fundamental de la sociedad, mediante el cual se provee a la continuación de los vínculos de ella bajo dirección de personas y límites de leyes, a cargo de gentes para ello autorizadas, por consentimiento y designación del pueblo, sin el cual ningún hombre o número de éstos podrá tener allí autoridad de hacer leyes obligatorias para los demás. Cuando uno cualquiera, o varios, por su cuenta hicieren leyes sin que el pueblo para tal oficio les hubiere nombrado, serán éstas sin autoridad, y que el pueblo no estará, pues, obligado a obedecer. Por tal medio, entonces, viene éste de nuevo a hallarse fuera de sujeción, y puede constituir para sí un nuevo legislativo, como mejor le plazca, en plena libertad para resistir la fuerza de quienes, sin autoridad, buscaren imponerles cualesquiera medidas. Cada cual se hallará a la disposición de su albedrío propio cuando los que tuvieren, por delegación de la sociedad, la declaración de la voluntad pública a su cargo, quedaren de aquélla excluidos, y otros usurparen su lugar sin autoridad o delegación para ello.
213. Siendo lo que antecede comúnmente causado en la comunidad política por quienes abusan del poder que en ella les compete, difícil será considerar tal hecho correctamente y discernir a quién correspondiere la culpa, sin saber la forma de gobierno en que acaece. Supongamos, pues que el legislativo se halle en la coincidencia de tres distintas personas: primero, una sola persona hereditaria, con poder ejecutivo supremo y constante, y asimismo con el de convocar y disolver las otras dos dentro de ciertos periodos de tiempo; segundo, una asamblea de nobleza hereditaria; tercero, una asamblea de representantes escogidos, pro tempore, por el pueblo. Supuesta dicha forma de gobierno será evidente 19 214. Primero, que cuando esa persona única o príncipe impone su voluntad arbitraria en vez de las leyes, que son voluntad de la sociedad declarada por el legislativo, sufrirá la legislativa mudanza. Porque siendo éste, en efecto, el legislador cuyas normas y leyes son llevadas a ejecución, y requieren obediencia, apenas otras leyes sean instauradas y otras normas alegadas e impuestas, ajenas todas a lo que el legislativo constituido por la sociedad promulgara, es evidente que habrá mudanza en el legislativo. Quienquiera que introdujere nuevas leyes, sin estar para ello autorizado por fundamental designación de la sociedad, o acaso subvirtiere las antiguas, desconoce y derriba el poder que las hiciera, y establece así un legislativo nuevo.
214. Primero, que cuando esa persona única o príncipe impone su voluntad arbitraria en vez de las leyes, que son voluntad de la sociedad declarada por el legislativo, sufrirá la legislativa mudanza. Porque siendo éste, en efecto, el legislador cuyas normas y leyes son llevadas a ejecución, y requieren obediencia, apenas otras leyes sean instauradas y otras normas alegadas e impuestas, ajenas todas a lo que el legislativo constituido por la sociedad promulgara, es evidente que habrá mudanza en el legislativo. Quienquiera que introdujere nuevas leyes, sin estar para ello autorizado por fundamental designación de la sociedad, o acaso subvirtiere las antiguas, desconoce y derriba el poder que las hiciera, y establece así un legislativo nuevo
216. Tercero, que cuando por el poder arbitrario del príncipe los electores o modos de elección fueren alterados sin el consentimiento del pueblo y adversamente al interés común, también el legislativo será alterado. Porque si escogiere a otros distintos de los autorizados por la sociedad, o de otro modo que el prescrito por ella, los escogidos no constituirán el legislativo nombrado por el pueblo.
217. Cuarto, que también la entrega del pueblo a la sujeción de un poder extranjero, ya por el príncipe, ya por el legislativo, es ciertamente cambio del legislativo y disolución del gobierno. Porque habiendo sido fin de las gentes al entrar en sociedad la preservación de una sociedad libre y entera, gobernada 20 por sus propias leyes; piérdase aquél en cuanto se hallaren abandonados a un poder extraño.
219. Hay otro modo de disolverse un gobierno, y es el siguiente: Cuando aquel en quién reside el supremo poder ejecutivo descuida y abandona ese cometido, de suerte que las ya hechas leyes no puedan ser puestas en ejecución, ello viene a ser demostrablemente reducción total a la anarquía; y así, en efecto, disuelve el gobierno. Porque no hechas las leyes como declaraciones en sí, más para ser; por su ejecución, vínculos sociales que conserven cada parte del cuerpo político en su debido lugar y empeño, cuando aquella totalmente cesare, el gobierno visiblemente cesará, trocándose el pueblo en confusa muchedumbre sin orden ni conexión. Donde ya no existiere administración de justicia para el aseguramiento de los derechos de cada cual, ni ninguno de los restantes poderes sobre la comunidad para dirección de su fuerza o cuidado de las necesidades públicas, no quedará ciertamente gobierno. Cuando no pudieren ser ejecutadas las leyes será como si no las hubiere; y un gobierno sin leyes es, a lo que entiendo, un misterio de la vida política inasequible a la capacidad del hombre, e incompatible con la sociedad humana.

Thomas Hobbes. Leviathan. Tomo I. Cap. XIII

Thomas Hobbes Leviathan Capítulo XIII DE LA CONDICIÓN NATURAL DEL GENERO HUMANO, EN LO QUE CONCIERNE A SU FELICIDAD Y MISERIA La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y mentales que, aunque pueda encontrarse a veces un hombre manifiestamente más fuerte de cuerpo, o más rápido de mente que otro, aun así, cuando todo se toma en cuenta en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es lo bastante considerable como para que uno de ellos pueda reclamar para sí beneficio alguno que no pueda el otro pretender tanto como él. Porque en lo que toca a la fuerza corporal, aun el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya sea por maquinación secreta o por federación con otros que se encuentran en el mismo peligro que él. Y en lo que toca a las facultades mentales, (dejando aparte las artes fundadas sobre palabras, y especialmente aquella capacidad de procedimiento por normas generales e infalibles llamado ciencia, que muy pocos tienen, y para muy pocas cosas, no siendo una facultad natural, nacida con nosotros, ni adquirida (como la prudencia) cuando buscamos alguna otra cosa, encuentro mayor igualdad aún entre los hombres, que en el caso de la fuerza. Pues la prudencia no es sino experiencia, que a igual tiempo se acuerda igualmente a todos los hombres en aquellas cosas a que se aplican igualmente. Lo que quizá haga de una tal igualdad algo increíble no es más que una vanidosa fe en la propia sabiduría, que casi todo hombre cree poseer en mayor grado que el vulgo; esto es, que todo otro hombre salvo él mismo, y unos pocos otros, a quienes, por causa de la fama, o por estar de acuerdo con ellos, aprueba. Pues la naturaleza de los hombres es tal que, aunque puedan reconocer que muchos otros son más vivos, o más elocuentes, o más instruidos, difícilmente creerán, sin embargo, que haya muchos más sabios que ellos mismos: pues ven su propia inteligencia a mano, y la de otros hombres a distancia. Pero esto prueba que los hombres son en ese punto iguales más bien que desiguales. Pues generalmente no hay mejor signo de la igual distribución de alguna cosa que el que cada hombre se contente con lo que le ha tocado. De esta igualdad de capacidades surge la igualdad en la esperanza de alcanzar nuestros fines. Y, por lo tanto, si dos hombres cualesquiera desean la misma cosa, que, sin embargo, no pueden ambos gozar, devienen enemigos; y en su camino hacia su fin (que es principalmente su propia conservación, y a veces sólo su delectación) se esfuerzan mutuamente en destruirse o subyugarse. Y viene así a ocurrir que, allí donde un invasor no tiene otra cosa que temer que el simple poder de otro hombre, si alguien planta, siembra, construye, o posee asiento adecuado, 1 pueda esperarse de otros que vengan probablemente preparados con fuerzas unidas para desposeerle y privarle no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida, o libertad. Y el invasor a su vez se encuentra en el mismo peligro frente a un tercero. No hay para el hombre más forma razonable de guardarse de esta inseguridad mutua que la anticipación; esto es, dominar, por fuerza o astucia, a tantos hombres como pueda hasta el punto de no ver otro poder lo bastante grande como para ponerle en peligro. Y no es esto más que lo que su propia conservación requiere, y lo generalmente admitido. También porque habiendo algunos, que complaciéndose en contemplar su propio poder en los actos de conquista, los llevan más lejos de lo que su seguridad requeriría, si otros, que de otra manera se contentarían con permanecer tranquilos dentro de límites modestos, no incrementasen su poder por medio de la invasión, no serían capaces de subsistir largo tiempo permaneciendo sólo a la defensiva. Y, en consecuencia, siendo tal aumento del dominio sobre hombres necesario para la conservación de un hombre, debiera serle permitido. Por lo demás, los hombres no derivan placer alguno (sino antes bien, considerable pesar) de estar juntos allí donde no hay poder capaz de imponer respeto a todos ellos. Pues cada hombre se cuida de que su compañero le valore a la altura que se coloca él mismo. Y ante toda señal de desprecio o subvaloración es natural que se esfuerce hasta donde se atreva (que, entre aquellos que no tienen un poder común que los mantenga tranquilos, es lo suficiente para hacerles destruirse mutuamente), en obtener de sus rivales, por daño, una más alta valoración; y de los otros, por el ejemplo. Así pues, encontramos tres causas principales de riña en la naturaleza del hombre. Primero, competición; segundo, inseguridad; tercero, gloria. El primero hace que los hombres invadan por ganancia; el segundo, por seguridad; y el tercero, por reputación. Los primeros usan de la violencia para hacerse dueños de las personas, esposas, hijos y ganado de otros hombres; los segundos para defenderlos; los terceros, por pequeñeces, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, y cualquier otro signo de subvaloración, ya sea directamente de su persona, o por reflejo en su prole, sus amigos, su nación, su profesión o su nombre. Es por ello manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que les obligue a todos al respeto, están en aquella condición que se llama guerra; y una guerra como de todo hombre contra todo hombre. Pues la GUERRA no consiste sólo en batallas, o en el acto de luchar; sino en un espacio de tiempo donde la voluntad de disputar en batalla es suficientemente conocida. Y, por tanto, la noción de tiempo debe considerarse en la naturaleza de la guerra; como está en la naturaleza del tiempo atmosférico. Pues así como la naturaleza del mal tiempo no está en un chaparrón o dos, sino en una inclinación hacia la lluvia de muchos días en conjunto, así la naturaleza de la guerra no consiste en el hecho de la lucha, sino en la 2 disposición conocida hacia ella, durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo otro tiempo es PAZ. Lo que puede en consecuencia atribuirse al tiempo de guerra, en el que todo hombre es enemigo de todo hombre, puede igualmente atribuirse al tiempo en el que los hombres también viven sin otra seguridad que la que les suministra su propia fuerza y su propia inventiva. En tal condición no hay lugar para la industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra; ni navegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable; ni instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta. Puede resultar extraño para un hombre que no haya sopesado bien estas cosas que la naturaleza disocie de tal manera a los hombres y les haga capaces de invadirse y destruirse mutuamente. Y es posible que, en consecuencia, desee, no confiando en esta inducción derivada de las pasiones, confirmar la misma por experiencia. Medite entonces él, que se arma y trata de ir bien acompañado cuando viaja, que atranca sus puertas cuando se va a dormir, que echa el cerrojo a sus arcones incluso en su casa, y esto sabiendo que hay leyes y empleados públicos armados para vengar todo daño que se le haya hecho, qué opinión tiene de su prójimo cuando cabalga armado, de sus conciudadanos cuando atranca sus puertas, y de sus hijos y servidores cuando echa el cerrojo a sus arcones. ¿No acusa así a la humanidad con sus acciones como lo hago yo con mis palabras? Pero ninguno de nosotros acusa por ello a la naturaleza del hombre. Los deseos, y otras pasiones del hombre, no son en sí mismos pecado. No lo son tampoco las acciones que proceden de esas pasiones, hasta que conocen una ley que las prohíbe. Lo que no pueden saber hasta que haya leyes. Ni puede hacerse ley alguna hasta que hayan acordado la persona que lo hará. Puede quizás pensarse que jamás hubo tal tiempo ni tal situación de guerra; y yo creo que nunca fue generalmente así, en todo el mundo. Pero hay muchos lugares donde viven así hoy. Pues las gentes salvajes de muchos lugares de América, con la excepción del gobierno de pequeñas familias, cuya concordia depende de la natural lujuria, no tienen gobierno alguno; y viven hoy en día de la brutal manera que antes he dicho. De todas formas, qué forma de vida habría allí donde no hubiera un poder común al que temer puede ser percibido por la forma de vida en la que suelen degenerar, en una guerra civil, hombres que anteriormente han vivido bajo un gobierno pacífico. Pero aunque nunca hubiera habido un tiempo en el que hombres particulares estuvieran en estado de guerra de unos contra otros, sin embargo, en todo tiempo, los reyes y personas de autoridad soberana están, a causa de su independencia, en continuo celo, y en el estado y 3 postura de gladiadores; con las armas apuntando, y los ojos fijos en los demás; esto es, sus fuertes, guarniciones y cañones sobre las fronteras de sus reinos e ininterrumpidos espías sobre sus vecinos; lo que es una postura de guerra. Pero, pues, sostienen así la industria de sus súbditos, no se sigue de ello aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares. De esta guerra de todo hombre contra todo hombre, es también consecuencia que nada puede ser injusto. Las nociones de bien y mal, justicia e injusticia, no tienen allí lugar. Donde no hay poder común, no hay ley. Donde no hay ley, no hay injusticia. La fuerza y el fraude son en la guerra las dos virtudes cardinales. La justicia y la injusticia no son facultad alguna ni del cuerpo ni de la mente. Si lo fueran, podrían estar en un hombre que estuviera solo en el mundo, como sus sentidos y pasiones. Son cualidades relativas a hombres en sociedad, no en soledad. Es consecuente también con la misma condición que no haya propiedad, ni dominio, ni distinción entre mío y tuyo; sino sólo aquello que todo hombre pueda tomar; y por tanto tiempo como pueda conservarlo. Y hasta aquí lo que se refiere a la penosa condición en la que el hombre se encuentra de hecho por pura naturaleza; aunque con una posibilidad de salir de ella, consistente en parte en las pasiones, en parte en su razón. Las pasiones que inclinan a los hombres hacia la paz son el temor a la muerte; el deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida confortable; y la esperanza de obtenerlas por su industria. Y la razón sugiere adecuados artículos de paz sobre los cuales puede llevarse a los hombres al acuerdo. Estos artículos son aquellos que en otro sentido se llaman leyes de la naturaleza, de las que hablaré más en concreto en los dos siguientes capítulos.

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