viernes, 18 de octubre de 2019

DEMOCRACIA DELEGATIVA


La democracia delegativa.

Por Guillermo O'Donnell  | Para LA NACION, 2009

Hace unos 15 años, al tratar de entender los gobiernos de Menem; de Collor, en Brasil, y la primera presidencia de Alan García, en Perú, argumenté que estaba surgiendo un nuevo tipo de democracia, a la que llamé delegativa para diferenciarla de la que está ampliamente estudiada: la democracia representativa. Se trata de una concepción y una práctica del poder político que es democrática porque surge de elecciones razonablemente libres y competitivas; también lo es porque mantiene, aunque a veces a regañadientes, ciertas importantes libertades, como las de expresión, asociación, reunión y acceso a medios de información no censurados por el Estado o monopolizados.
Este tipo de democracia, como la que vive hoy la Argentina, tiene sus riesgos: los líderes delegativos suelen pasar, rápidamente, de una alta popularidad a una generalizada impopularidad.
Los líderes delegativos suelen surgir de una profunda crisis, pero no toda crisis produce democracias delegativas; para ello también hacen falta líderes portadores de esa concepción y sectores de opinión pública que la compartan. La esencia de esa concepción es que quienes son elegidos creen tener el derecho -y la obligación- de decidir como mejor les parezca qué es bueno para el país, sujetos sólo al juicio de los votantes en las siguientes elecciones. Creen que éstos les delegan plenamente esa autoridad durante ese lapso. Dado esto, todo tipo de control institucional es considerado una injustificada traba; por eso, los líderes delegativos intentan subordinar, suprimir o cooptar esas instituciones.
Estos líderes a veces fracasan de entrada (Collor en Brasil), pero otras logran superar la crisis, o al menos sus aspectos más notorios. En la medida en que superan la crisis logran amplios apoyos. Son sus momentos de gloria: no sólo pueden y deben decidir como les parece; ahora ese apoyo les demuestra, y debería demostrar a todos, que ellos son quienes realmente saben qué hacer con el país. Respaldados en sus éxitos, los líderes delegativos avanzan entonces en su propósito de suprimir, doblegar o neutralizar las instituciones que pueden controlarlos.
A libro cerrado
Aquí se bifurcan las historias de estos presidentes. Algunos de ellos, como Kirchner (y Menem en su momento), tuvieron la gran ventaja de lograr mayoría en el Congreso. Sus seguidores en este ámbito repiten escrupulosamente el discurso delegativo: ya que el presidente ha sido elegido libremente, ellos tienen el deber de acompañar a libro cerrado los proyectos que les envía "el Gobierno". Olvidan que, según la Constitución, el Congreso no es menos gobierno que el Ejecutivo; producen entonces la mayor abdicación posible de una Legislatura, conferir (y renovar repetidamente) facultades extraordinarias al Ejecutivo.
En cuanto al Poder Judicial (en el caso nuestro, a contrapelo de buenas decisiones iniciales en la designación de miembros de la Corte Suprema y reducción de su número), se van apretando controles sobre temas tales como el presupuesto de esa institución y, crucialmente, las designaciones y promociones de jueces. Asimismo, con relación a las instituciones estatales de accountability (rendición de cuentas), auditorías, fiscalías, defensores del pueblo y semejantes, se apunta a capturarlas con leales seguidores del presidente, al tiempo que se cercenan sus atribuciones y presupuestos. Todo esto ocurre con entera lógica: para esta concepción supermayoritaria e hiperpresidencialista del poder político, no es aceptable que existan interferencias a la libre voluntad del líder.
Por momentos, el líder delegativo parece todopoderoso. Pero choca con poderes económicos y sociales con los que, ya que ha renunciado en todos los planos a tratamientos institucionalizados, se maneja con relaciones informales. Ellas producen una aguda falta de transparencia, recurrente discrecionalidad y abundantes sospechas de corrupción.
En verdad, ese líder no puede tener verdaderos aliados. Por un lado, tiene que lidiar con los nunca confiables señores territoriales. Ellos deben proveer votos, así como un control de sus territorios que, sin importarle demasiado al líder cómo, no genere crisis nacionales. Por supuesto, los gobernadores (no pocos de ellos también delegativos, si no abiertamente autoritarios) pasan por esto facturas cuyo monto depende del cambiante poder del presidente; así se pone en recurrente y nunca finalmente resuelta cuestión la distribución de recursos entre la Nación y las provincias.
En cuanto a los colaboradores directos de estos líderes, ellos tampoco son verdaderos aliados. Deben ser obedientes seguidores que no pueden adquirir peso político propio, anatema para el poder supremo del líder. Tampoco tiene en realidad ministros, ya que ello implicaría un grado de autonomía e interrelación entre ellos que es, por la misma razón, inaceptable.
Asimismo, el líder suele necesitar el apoyo electoral de otros partidos políticos, algunos de los cuales se tientan con la posibilidad de beneficiarse de la popularidad de aquél. Pero estos partidos tampoco pueden ser verdaderos aliados; su a veces ostensible oportunismo los hace poco confiables, y el propio hecho de que sean otros partidos muestra al líder que tampoco lo son para acompañarlo plenamente en su gran tarea de salvación nacional. Además, si fueran realmente tales aliados, el líder tendría que negociar con ellos importantes decisiones de gobierno, lo cual implicaría renunciar a la esencia de su concepción delegativa.
Los líderes delegativos inicialmente exitosos generan importantes cambios, algunos de ellos, en casos como el nuestro, de signo e impactos positivos. Pero por eso mismo van apareciendo nuevas demandas y expectativas, junto con el resurgimiento de antiguos problemas. La complejidad de los temas resultantes exigiría tomar complejas decisiones; pero ellas sólo son posibles con participación de sectores sociales y políticos que sólo pueden hacerlo ejerciendo una autonomía que el líder delegativo no está dispuesto a reconocerles.
De esta manera, los líderes se van encerrando en un estrecho grupo de colaboradores, que quedan cada vez más atados al supremo valor de la "lealtad" al líder. A su vez, quienes en el Estado y desde el llano apoyan desinteresadamente al líder comienzan a dar señales de desconcierto y preocupación. Comienzan a resentir que sólo se los convoque para aclamar las decisiones del Gobierno. Es típico de estos casos que a períodos iniciales de alta popularidad suceden abruptas caídas y, con ello, una cascada de "deserciones" de quienes hasta hacía poco proclamaban incondicional lealtad al líder.
Cuando aparece la crisis de estos gobiernos, el país se encuentra con debilidades institucionales que el líder delegativo se ha ocupado de acentuar. Entonces, los señores territoriales empiezan a tomar distancia de ese líder. Por su parte, los partidos que creyeron ser aliados y descubren que sólo podían ser subordinados instrumentos, comienzan a recorrer un complicado camino de Damasco hacia otras latitudes políticas.
Desde su creciente aislamiento, el líder reprocha la "ingratitud" de quienes, luego de haberlo aplaudido, ahora resienten la reemergencia de graves problemas y las maneras abruptas e inconsultas con que intenta encararlos (si no negarlos como malicioso invento de condenables intereses expresados en los nunca tan molestos medios de comunicación). Este es un estilo de gobernar que corresponde rigurosamente a la constitutiva vocación antiinstitucional de la democracia delegativa.
De hecho, el líder tiende a adoptar un mecanismo psicológico bien estudiado, típico de estas situaciones: no logra distinguir caminos alternativos y se aferra a seguir haciendo lo mismo y de la misma manera que no hace mucho funcionó razonablemente bien. A estas alturas de los acontecimientos, otros líderes delegativos se encontraron huérfanos de todo apoyo organizado. En cambio, entre nosotros, el matrimonio presidencial tiene la ventaja de contar con parte del Partido Justicialista; pero, mostrando la raigambre de sus visiones, éste es manejado con la misma discrecionalidad que su gobierno.
A medida que avanza la crisis, el líder apela al apoyo de los verdaderos "leales" y arroja al campo del mal no ya sólo a los eternos herejes de la causa nacional, sino también a los "tibios". El líder ya no vacila en proclamar que el principal contenido de toda la oposición es ser la antipatria, de las que nos quiere salvar. La imagen asustadora del retorno a la crisis de la que nació su gobierno -el caos- aparece en su discurso. En cuanto a la oposición, tiende a aglomerar, entre otros, a sectores sociales y actores políticos que aquél justificadamente criticó. De allí resultan incómodas compañías, intentos de diferenciación y apuestas en pro y en contra de la polarización que impulsa el líder delegativo.
Entonces también surge uno de los riesgos de la democracia delegativa: en respuesta a la crispación que produce a su líder la para él/ella injustificable aparición de aquellas oposiciones, le tienta amputar o acotar seriamente las libertades cuya vigencia la mantienen en la categoría de democrática. Que este riesgo no es baladí se muestra en el desemboque autoritario de Fujimori en Perú y de Putin en Rusia, y en el similar desemboque hacia el que hoy Chávez empuja a Venezuela. Felizmente, la Argentina no tiene las condiciones propicias para ese desenlace, pero no es ocioso recordar que la democracia también puede morir lentamente, no ya por abruptos golpes militares sino mediante una sucesión de medidas, poco espectaculares pero acumulativamente letales.
Auténtico dramatismo
En la lógica delegativa, las elecciones no son el episodio normal de una democracia representativa, en las que se juegan cambios de rumbo, pero no la suerte de gestas de salvación nacional. Para una democracia delegativa, hasta las elecciones parlamentarias adquieren auténtico dramatismo: de su resultado se cree que depende impedir el surgimiento de poderes que abortarían esa gesta y devolverían el país a la gran crisis precedente. Hay que jugar todo contra esta posibilidad porque, para esta concepción, todo está realmente en juego. Es importante entender que estos argumentos no son sólo recursos electorales; expresan auténticos sentimientos.
La repetición de estos episodios no es casual; obedece al despliegue de una manera de concebir y ejercer el poder que se niega a aceptar los mecanismos institucionales, los controles, los debates pluralistas y las alianzas políticas y sociales que son el corazón de una democracia representativa. En el transcurso de su crisis, cuando acentúa su discurso polarizante y amedrentador, esta manera de ejercer el poder recibe apoyos cada vez más escasos y endebles, al tiempo que acumula enojos de los poderes e instituciones, políticos y sociales, que ha ido agrediendo, despreciando y/o intentando someter. El período de crisis de las democracias delegativas es de gran aceleración de los tiempos de la política; no deja de ser paradójico, aunque entendible dentro de esta concepción, que sea el líder delegativo quien más contribuye a esa aceleración -como todo le parece en juego, casi todo pasa a ser permitido.
Con estas reflexiones expreso una honda preocupación. Estoy persuadido de que el futuro de nuestro país depende de avanzar hacia una democracia representativa. No sé si será posible moverse de inmediato en esa dirección. Esta duda se refiere a un Poder Ejecutivo que parece poco dispuesto a reconducir su gestión. También incluye una oposición que contiene importantes franjas que han demostrado compartir estas mismas concepciones y prácticas delegativas, y no es seguro que las abandonen si triunfan en estas y futuras elecciones. Queda abierta la gran cuestión -que algunas campañas electorales por cierto no despejan- de si el aprendizaje de los defectos y costos de la democracia delegativa se encarnará efectivamente en comportamientos y acuerdos que la superen.
Típicamente, los períodos de visible crisis del poder delegativo, recomponible o no, reencauzable o no, son de gran incertidumbre. Con ellos tendremos que vivir, sin perder la esperanza de que, aunque mediante oblicuos y ya largos caminos, nuestro país se encamine hacia una democracia representativa. Ella vale por sí misma; es también condición necesaria para ir dando solución a los múltiples problemas que nos aquejan.

sábado, 14 de septiembre de 2019

SOBRE EL ENSAYO


QUÉ EVALUAR DEL ENSAYO
Coherencia general(2)
Calidad en la Argumentación(2)
Vocabulario específico (1)
Calidad narrativa y ortografía (2)
Título y su relación con el contenido (2)
Bibliografía utilizada (0.50)
Formato protocolar (0.50)

lunes, 26 de agosto de 2019

ENSAYO

El Ensayo
El ensayo sirve para analizar aquellos aspectos y problemas que la sociedad tiene y ofrecer una reflexión sobre los mismos. Es un género muy ligado a las circunstancias de un momento histórico, y por tanto, acusa los cambios y alteraciones de cada época.
Se trata de un escrito en el que el autor presenta un tema, destinado a lectores no especializados. Puede ser muy breve, o constar de varias páginas. Cualquier tema puede ser objeto de un ensayo. El tono adoptado puede ser serio, pero también humorístico y hasta satírico. Se trata de un en el que se desarrolla el análisis de datos, hechos e informaciones objetivas tratados de un modo personal desde una perspectiva subjetiva. La combinación de objetivismo y subjetivismo es una de las características más destacadas. El ensayista expone y argumenta de un modo personal.
Se apoya básicamente en dos modos de discurso: la argumentación y la exposición. De todas formas no renuncia a otras formas expresivas como el diálogo, la descripción o la narración.
En  resumen, el ensayo es un género que...
  • Suele abordar temas humanísticos, filosóficos, sociológicos, históricos y científicos (variedad temática)
  • No tiene una estructura predeterminada (estructura libre)
  • Se expone y se valora un tema (enfoque subjetivo)
  • Breve
  • Función representativa (exposición de un tema). En el ensayo predomina una triple intención: persuasiva (se busca convencer al lector de un determinado punto de vista) ; expresiva (el punto de vista es subjetivo, fruto de una interpretación personal) y estética (en el desarrollo del tema subyace una voluntad de estilo, de ahí que se le considere un género literario).
  • Tono confidencial (el autor opta por un acercamiento al lector; huye del distanciamiento afectivo característico de los textos científicos y jurídico-administrativos).

Protocolo de presentación del ensayo
1-      Citar de manera adecuada a los autores. Si tomamos palabras textuales deben indicarse las páginas y entrecomillar dicho texto. Deberán citar a pie de página, y deberán incluir en la misma: apellido y nombre del autor, año de publicación, título del libro o título de la publicación, volumen, número, ciudad de edición y editorial.
2-      Hoja A4., margen normal, letra 12 Times New Roman (no negrita) y espaciado 1,5.
3-      Páginas numeradas
4-      Título
5-      La extensión deberá ser como mínimo de 3(tres) y como máximo 5 (cinco) páginas simple faz (no incluye Portada y Bibliografía)
6-      Entregar en folio

jueves, 20 de junio de 2019


La ciudad y la nueva ciudadanía. Jordi Borja (http://www.oei.es/historico/cultura/LaciudadJBorja2.htm)

La ciudadanía es un status, es decir, un reconocimiento social y jurídico por el cual una persona tiene derechos y deberes por su pertenencia a una comunidad, en general, de base territorial y cultural. Los "ciudadanos" son iguales entre ellos, en la teoría no se puede distinguir entre ciudadanos de primera, de segunda, etc. En el mismo territorio, sometidos a las mismas leyes, todos deben de ser iguales. La ciudadanía acepta la diferencia, no la desigualdad.
La ciudadanía se origina en las ciudades, caracterizadas por la densidad, la diversidad, el autogobierno, las normas no formales de convivencia, la obertura al exterior,... Es decir, la ciudad es intercambio, comercio y cultura. No es solamente "urbs", es decir, concentración física de personas y edificios. Es "civitas", lugar del civismo, o participación en los quehaceres públicos. Es "polis", lugar de política, de ejercicio de poder.
Sin instituciones fuertes y representativas no hay ciudadanía. El status, los derechos y deberes reclaman instituciones públicas para garantizar el ejercicio o el cumplimiento de los mismos. La igualdad requiere acción pública permanente, las libertades urbanas soportan mal las exclusiones que generan las desigualdades económicas, sociales o culturales. La ciudadanía va estrechamente vinculada a la democracia representativa para poder realizar sus promesas.
La democracia local, históricamente, contribuyó al progreso de la democracia política del Estado moderno. En los siglos XVIII y XIX se producen los procesos de unificación de territorios que mantenían formas de gobierno y status de los habitantes diversos. Hay un proceso de universalización de la ciudadanía. Ya no es un status atribuido a los habitantes permanentes y reconocidos de las ciudades, que puede ser diferente en una de la otra, sino el status "normal" de los habitantes "legales" del Estado Nación. La ciudadanía vincula a la nacionalidad. Las revoluciones del siglo XVIII, la americana y la francesa, se hacen en nombre de los "ciudadanos", y la "nación" es la comunidad de ciudadanos, libres e iguales, tanto es así que los partidarios del dominio británico o de la monarquía francesa no son considerados "ciudadanos" sino "extranjeros". Desde entonces hasta ahora corresponde al Estado Nación tanto la determinación del status político-jurídico del ciudadano como el desarrollo de las políticas públicas y de las instituciones para darle contenidos (derechos de asociación y elecciones, sistemas públicos de educación, etc.).
La democracia representativa liberal no garantiza por ella misma el ejercicio real de la ciudadanía, ni parte, desde el inicio, de un catálogo de derechos y deberes válidos para siempre. Se dan, históricamente, dos procesos constructores de ciudadanía: Ampliación de los derechos formales de las personas (por ejemplo, derechos políticos para todos, igualdad hombre-mujer, etc.), y desarrollo de los contenidos reales de los derechos y/o dar nuevos contenidos mediante políticas públicas (por ejemplo, escuela pública universal y sistemas de becas u otras formas de ayuda para facilitar el acceso a la enseñanza no obligatoria como la universidad, servicios de interés general de acceso universal garantizado, como transporte público o teléfono, etc.)
Los procesos de desarrollo de la ciudadanía son procesos conflictivos, de diálogo social y de formalización política y jurídica. Estos procesos se pueden expresar en dimensiones diferentes, especialmente tres:
Entre movimientos sociales e instituciones, o con otros actores sociales, como por ejemplo, la lucha por el sufragio universal sin limitaciones de carácter económico o cultural, o de género, los derechos de los trabajadores (huelga, negociación colectiva, asociación).
Entre instituciones o sectores de los aparatos del Estado, como entre parlamento y gobierno, o de estos con el sistema judicial, o con corporaciones político-profesionales, o Estado-Iglesia, etc.
Entre territorios, o más exactamente entre instituciones o sectores del Estado y colectivos sociales o culturales vinculados a territorios determinados (así se incluyen nacionalistas y también ciudades y colectivos étnicos marginados).
Una primera conclusión: la ciudadanía es un concepto evolutivo, dialéctico: entre derechos y deberes, entre status e instituciones, entre políticas públicas e intereses corporativos o particulares. La ciudadanía es un proceso de conquista permanente de derechos formales y de exigencia de políticas públicas para hacerlos efectivos.
El carácter evolutivo de los derechos ciudadanos
La distinción habitual entre derechos civiles, derechos políticos y derechos sociales por parte de la teoría política, especialmente a partir de T.H. Marshall, con frecuencia se presenta en una versión simplificada como una sucesión temporal. Los derechos civiles corresponderían al siglo XVIII, los políticos al siglo XIX y los sociales al siglo XX. Al siglo XXI corresponderían, posiblemente, los llamados derechos de cuarta generación, los vinculados a la sostenibilidad, medioambiente y calidad de vida.
Pero la historia real más bien nos muestra que los derechos citados han evolucionado y progresado a lo largo del tiempo. Los derechos civiles, por ejemplo de las mujeres, de los jóvenes, de los analfabetos, del personal de servicio, etc. Se han extendido, y todavía hoy están pendientes reivindicaciones de igualdad (incluso se plantea que los niños, desde el momento del nacimiento, deberían ser titulares de los derechos plenos, aunque los primeros años los padres los subrogasen como "tutores"). De los derechos políticos no hablemos: el sufragio universal, la legalización de todos los partidos políticos, las autonomías territoriales, el desarrollo de la democracia participativa y deliberativa, etc. Son progresos del siglo XX o que todavía están incompletos. Y los derechos sociales, los de Welfare State de último siglo, no sólo con frecuencia son derechos más programáticos que reales (trabajo, vivienda, sanidad, etc.) sino que en algunos casos retroceden debido a la crisis financiera del sector público y a las privatizaciones de muchos servicios. Por no citar ahora, lo haremos más adelante, los derechos vinculados a las nuevas realidades tecnológicas, territoriales y económicas, como el acceso a las "tics" (tecnologías de información y comunicación), las formas de participación en el gobierno de los nuevos territorios urbanos-regionales o la regularización de las decisiones económicas y financieras de los grupos empresariales supranacionales.
La evolución de los derechos que configuran la ciudadanía ha sido el resultado de un triple proceso: social o sociopolítico, de movilización de los sectores demandados; cultural, de legitimación de las reivindicaciones y de los valores que las justifican; y político-jurídico o institucional, de legalización y de nuevas políticas públicas.
Por otra parte, no se puede desvincular la conquista de derechos, de los deberes, como por ejemplo el voto obligatorio, el deber de garantizar la asistencia de los niños y jóvenes en la escuela, la relación entre el salario ciudadano y las tareas de carácter social, etc.
Una segunda conclusión: el carácter dinámico o histórico de la ciudadanía, de los derechos y deberes que configuran el status y la dialéctica entre el conflicto sociocultural y los cambios legales y políticos que llevan al desarrollo de la ciudadanía.
Ciudadanía y globalización: los límites de la nacionalidad
La ciudadanía ha ido vinculada a la nacionalidad, es decir, es un status atribuido por el Estado a los que tienen "su" nacionalidad. Hoy en día hay que replantear esta vinculación.
Las migraciones son inevitables y en los países del ámbito europeo las poblaciones de origen no comunitario tienden a estabilizarse de forma permanente. Se plantea una cuestión de exclusión político-legal de una población a la cual no se le reconocen una gran parte de los derechos que configuran la ciudadanía aunque se trate de personas que residen indefinidamente en el territorio e que incluso han nacido en él. Tampoco los ciudadanos europeos que no tienen la nacionalidad del país donde residen están equiparados en derechos con los "nacionales" a pesar de las proclamaciones de la Unión Europea.
Las bases sobre las que se sustentaba el Estado-Nación se han modificado: los conceptos de defensa nacional y de economía nacional han perdido gran parte de su sentido y por tanto, también el de "soberanía nacional". No hay razones serias para limitar los derechos de los no nacionales por cuestiones de "interés nacional" o de patriotismo, la inserción de los países en entidades supranacionales es un hecho tan potente como irreversible.
Por otro lado, la globalización conlleva la revalorización de las entidades subestatales, ciudades y regiones, como ámbitos socioeconómicos y sobre todo de autogobierno (relativo) y de cohesión social y cultural. A más globalización, más se debilitan los Estados, más oportunidad tienen las regiones y las ciudades para fortalecerse. Y más necesitan los ciudadanos tener poderes políticos próximos y ámbitos significativos de identificación cultural. En este contexto, no debe sorprender el renacimiento de las nacionalidades integradas en Estados. Hoy los ciudadanos ya no se pueden identificar solamente con un solo ámbito territorial, a menos que se les excluya y se tengan que refugiar. La ciudadanía, como conjunto de derechos y deberes, no se puede limitar a un solo ámbito llamado Estado, aunque se defina como Estado nación.
Esta complejidad, precisamente, podría permitirme resolver el multiculturalismo que progresivamente se instala en nuestras sociedades. Entre el comunitarismo de exclusión o marginación y la integración que quiere disolver las identidades en una, se puede encontrar en una vía intermedia a partir de admitir la convivencia de colectivos diferentes sobre la base de su igualdad político-jurídica.
Tercera conclusión: es posible separar nacionalidad de ciudadanía. En el ámbito europeo sería suficiente establecer una "ciudadanía europea" que atribuya los mismos derechos y deberes a todos los residentes en cualquier país de la Unión Europea, con independencia de su nacionalidad.
Ciudadanía y sociedad fragmentada
La ciudadanía, tal y como se configuró en el siglo XX, se basaba en un conjunto de premisas que actualmente cabe relativizar, como son:
La homogeneidad de los grandes grupos sociales y la existencia de un modelo único de familia. Hoy en cambio vemos como se fragmentan las clases sociales surgidas de la revolución industrial, como se multiplican los grupos de pertenencia de cada individuo y como aumenta la necesidad de responder a demandas individualizadas, el debilitamiento del modelo tradicional de familia, y a la diversidad de los núcleos elementales de integración social.
La confianza en la economía para garantizar trabajo, remuneración básica y expectativa de movilidad social ascendente, y en la educación para reducir las desigualdades sociales y dar los medios básicos para la integración social. No hay que insistir en que esta confianza hoy sería ingenua, pues la economía de mercado puede desarrollarse manteniendo y aumentando el paro estructural y la precariedad laboral, y la educación obligatoria ya no garantiza ni la inserción en el mercado de trabajo, ni la integración sociocultural.
La progresiva desaparición de la marginalidad y la inserción del conjunto de la población en un sistema de grupos escalonados y articulados con las instituciones, a partir de la familia, escuela, barrio, trabajo, organizaciones sociales y políticas, ciudad, nacionalidad, etc. Todo ello, ordenado para una evolución previsible, ritos de pasaje y estabilidad relativa de la organización social. No es el caso hoy, se multiplican los colectivos marginales, las tribus, las asociaciones o grupos informales particulares, las comunidades virtuales, etc. Los lazos sociales son más numerosos, en grupos más reducidos y más débiles.
Hay que redefinir los sujetos-ciudadanos, sus demandas, las relaciones con las instituciones, las políticas públicas adecuadas para reducir las exclusiones, etc. Por ejemplo, no se puede tratar a los "sin papeles", a la población drogadicta, a los jóvenes o niños marginales, a la población de gente mayor sin rol social, a los parados estructurales permanentes, etc. Con los medios tradicionales incluso del estado del bienestar desarrollado, es decir, con escuela, asistencia social, policía, etc.
Cuarta conclusión: los derechos que configuran la ciudadanía hoy son mucho más complejos que en el pasado y deben adecuarse a poblaciones mucho más diversificadas e individualizadas.
De los derechos simples a los derechos complejos
La tipología de derechos simples heredados por la tradición democrática, tanto liberal como socialista, del siglo XVIII hasta ahora es insuficiente para dar respuesta a las demandas de nuestra época. Para facilitar la comprensión de lo que entendemos por derechos complejos (mejor que decir de cuarta generación) los presentaremos de forma casuística, sin pretender que los siete tipos que exponemos sean los únicos o los más importantes:
Del derecho a la vivienda al derecho a la ciudad. No es suficiente promover viviendas "sociales", ya que puede ser una forma de fabricar áreas de marginalidad. Hay que hacerlas integradas en el tejido urbano, accesibles y visibles, comunicadas y monumentalizadas, en conjuntos o áreas diversas socialmente, con actividades que generen ocupación y servicios. Y sobre todo, con espacio público de calidad.
Del derecho a la educación al derecho a la formación continuada. La educación convencional obligatoria no garantiza la inserción social y profesional. ¡Y tampoco la universitaria! Hay que plantear al derecho universal (es decir, para todos los que lo necesiten) una formación continuada que "ocupe" y "genere" ingresos incluso en los períodos de cambio de actividad o de lugar de trabajo.
Del derecho a la asistencia sanitaria al derecho a la salud y a la seguridad. Las causas que afectan hoy a la salud y al bienestar son múltiples: estrés, drogadicción, accidentes de circulación, alimentación, violencia familiar, delincuencia urbana, etc. El sistema hospitalario y la red de centros asistenciales son importantes, pero es una respuesta muy insuficiente si no se inscriben en un sistema más complejo de prevención, vigilancia, asistencia personalizada y represión de las conductas que afectan a la salud y a la seguridad del conjunto de la ciudadanía.
Del derecho al trabajo al derecho al salario ciudadano. Es cierto que el derecho al trabajo es hoy un derecho "programático", que las autoridades públicas no pueden garantizar, e incluso las políticas públicas son menos eficientes que en el pasado para crear o promover puestos de trabajo. Razón de más para ampliar este derecho hacia el concepto de "salario ciudadano", entendido en cualquiera de las acepciones que se han propuesto actualmente por la doctrina social y económica: salario para todos desde el nacimiento, o solo a partir de la mayoría de edad, o aplicable en períodos de no trabajo, o a cambio de trabajo social, etc.
Del derecho al medio ambiente al derecho a la calidad de vida. El derecho al medio ambiente con frecuencia se entiende exclusivamente desde una perspectiva preservacionista y de sostenibilidad. La calidad de vida va mucho más allá. Entiende el medio como protección, recalificación y uso social no solamente del medio natural, también del patrimonio físico y cultural. Y la calidad de vida como posibilidad de desarrollarse según las orientaciones personales de cada uno, puede incluir derechos tan diversos como la privacidad, la belleza, la movilidad, la lengua y la cultura propias, el acceso fácil a la administración, etc.
Del derecho a un status jurídico igualitario al derecho a la inserción social, cultural y política. Es evidente, y lo hemos tratado antes, que no han desaparecido las exclusiones legales. El solo hecho de que haya una ley de extranjería ya es una prueba de la existencia de una población discriminada, y la aceptación tácita de población "sin papeles" (para facilitar su sobrexplotación) un escándalo de "capitis diminutio" legal hacia un sector cada vez más importante de la población. Pero unificar, igualar el estatus legal de todas las poblaciones que conviven en un territorio, es importantísimo. Pero no suficiente. Hacen falta políticas de acción positiva para promover la inserción y el reconocimiento social de las poblaciones discriminadas, las de origen extranjero, pero también las que sufren algunas deficiencias o handicaps físicos o mentales, los niños, o los ancianos, etc.
De los derechos electorales al derecho a una participación política múltiple, deliberativa, diferenciada territorialmente, con diversidad de procedimientos y mediante actores e instrumentos diversos. Es una paradoja que al mismo tiempo que todo el mundo reconoce la devaluación de los parlamentos y otras asambleas representativas en tanto que las instituciones de gobierno y de bajo nivel de prestigio de los partidos políticos, nuestras democracias otorguen casi el monopolio, o en todo caso el rol principal sobre cualquier otro, a la participación política mediante elecciones de asambleas y partidos políticos. Actualmente hay un desfase entre una doctrina y múltiples prácticas sociales de democracia participativa, deliberativa, directa, etc. Y la resistencia de las instituciones políticas y de los partidos con representación en los órganos de poder para legalizar y generalizar formas de participación política más ricas que las estrictamente electorales (sobre esta cuestión mirar del mismo autor, la ponencia sobre Participación Ciudadana del congreso de Municipios de Cataluña).
Todos los derechos citados implican, evidentemente, los deberes correspondientes por parte de sus titulares, sin los cuales los derechos pierden eficacia para el conjunto de la ciudadanía. El derecho a la ciudad supone el civismo y la tolerancia en el espacio público, el derecho a la formación continuada supone el esfuerzo individual para asumirla, el derecho a la calidad de vida supone un conjunto de comportamientos para respetar el derecho de los demás, etc.
Ciudadanía y territorio
Los territorios de nuestra vida social son hoy más complejos y difusos que en el pasado. El esquema barrio-cotidianidad ya no vale para mucha gente. La ciudad como ámbito delimitado, diferenciado del territorio del entorno, espacio del trabajo y del consumo, aventura de libertad ofrecida al niño y al joven, se ha hecho a la vez menos accesible y más dispersa, sin límites precisos ¿Es todavía posible la ciudad como experiencia iniciática? Sí, seguramente es posible y necesaria, pero es necesario que se den algunas condiciones.
Conviene que las políticas del territorio delimiten hasta cierto punto los barrios, los centros, los monumentos, los límites de la ciudad. Es difícil asumir o construir la propia ciudadanía si vives en ámbitos muy reducidos en unos aspectos y muy confusos en otros, o muy especializados casi siempre. Hacen falta centralidades múltiples y heterogeneidad social y funcional en cada área de la ciudad. Y distinciones claras, entre los centros y los barrios, entre los espacios de la cotidianidad y los de la excepcionalidad, son necesarios espacios seguros, pero también algunos que representen el riesgo, la oportunidad de la transgresión. Vivimos en ciudades plurimunicipales, es una oportunidad de vivir la ciudad a escalas diferentes, pero que sean comprensibles.
La calidad del espacio público es hoy una condición principal para la adquisición de la ciudadanía. El espacio público cumple funciones urbanísticas, socioculturales y políticas. En el ámbito de barrio es a la vez el lugar de vida social y de relación entre elementos construidos, con sus poblaciones y actividades. En el nivel de ciudad cumple funciones de dar conexión y continuidad a los diversos territorios urbanos y de proporcionar una imagen de identidad y monumentalidad. El espacio público, si es accesible y polivalente, sirve a poblaciones diversas y en tiempos también diversos. Hace falta también un espacio público "refugio", o espacio de transgresión. Y espacios de fiesta y de gesta, como diría Salvat-Papasseit, de manifestación. El espacio público es el lugar de la convivencia y de la tolerancia, pero también del conflicto y de la diferencia. Tanto o más que la familia y la escuela son lugares de aprendizaje de la vida social, el descubrimiento de los otros, del sentido de la vida.
El territorio, la ciudad, son también el espacio que contiene el tiempo, el lugar del patrimonio natural y cultural. El reconocimiento del patrimonio, o patrimonios, del paisaje, de la arquitectura, de la historia, de las fiestas y de los movimientos sociales, de las poblaciones y actividades sucesivas,... Forma parte del proceso de adquisición de la ciudadanía, de la construcción de las identidades personales y colectivas. Conocer y descubrir la ciudad en sus dimensiones múltiples es conocerse a uno mismo y a los demás, es asumirse como individuo y como miembro de comunidades diversas. Este es un descubrimiento más reciente, ya no somos solamente de un barrio, de una clase social, de una religión. Somos múltiples en cuanto identidades y pertenencias, podemos entender mejor la diversidad de nuestra sociedad.
En el territorio "local" vivimos también la globalidad. Formamos parte de comunidades virtuales, nos relacionamos con el mundo. Vivir la dialéctica local-global es indispensable para no convertirnos en un ser marginal, asumir a la vez las identidades de proximidad y las relaciones virtuales es darse los medios para ejercer la ciudadanía y para interpretar el mundo, para no perderse. Y conocer a los demás a través de la proximidad virtual puede ser una contribución decisiva para aceptar y entender a los demás, vecinos físicos pero no desconocidos culturales. La cultura global debería de desterrar la xenofobia local.
Es en el espacio local que los valores, las lenguas, las culturas se encuentran, pueden convivir y relacionarse. La ciudadanía supone la igualdad, no la homogeneidad. Los derechos culturales de los ciudadanos deben garantizar, tanto la preservación y el desarrollo de las identidades originarias (lenguas, historias, costumbres...) como las relaciones entre ellas. Las fusiones, ni son imprescindibles, ni son negativas, son a la vez inevitables y parciales.
En resumen, y perdón por la solemnidad, hoy Ciudad y Ciudadanía son, a mi parecer, un gran reto. Si lo asumimos y encontramos las buenas respuestas podremos dar un nuevo sentido laico a nuestra vida.
Jordi Borja. Urbanista. 
Asesor de múltiples proyectos en España y América Latina. Conferencia pronunciada en el "Fórum Europa". Barcelona, junio de 2001.


jueves, 9 de mayo de 2019

JOHN LOCKE


John Locke. Segundo tratado sobre el gobierno Civil.

CAPÍTULO VIII: EL ORIGEN DE LAS SOCIEDADES POLÍTICAS

95. Siendo todos los hombres, cual se dijo, por naturaleza libres, iguales e independientes, nadie podrá ser sustraído a ese estado y sometido al poder político de otro sin su consentimiento el cual se declara conviniendo con otros hombres juntarse y unirse en comunidad para vivir cómoda, resguardada y pacíficamente, linos con otros, en el afianzado disfrute de sus propiedades, y con mayor seguridad contra los que fueren ajenos al acuerdo. Eso puede hacer cualquier número de gentes, sin injuria a la franquía del resto, que permanecen, como estuvieran antes, en la libertad del estado de naturaleza. Cuando cualquier número de gentes hubieren consentido en concertar una comunidad o gobierno, se hallarán por ello asociados y formarán un cuerpo político, en que la mayoría tendrá el derecho de obrar y de imponerse al resto…. Así pues, cada cual está obligado por el referido consentimiento a su propia restricción por la mayoría. Y así vemos que, en asambleas facultadas para actuar según leyes positivas, y sin número establecido por las disposiciones positivas que las facultan, el acto de la mayoría pasa por el de la totalidad, y naturalmente decide como poseyendo, por ley de naturaleza y de razón, el poder del conjunto.
97. Y así cada hombre, al consentir con otros en la formación de un cuerpo político bajo un gobierno, asume la obligación hacia cuantos tal sociedad constituyeren, de someterse a la determinación de la mayoría, y a ser por ella restringido; pues de otra suerte el pacto fundamental, que a él y a los demás incorporara en una sociedad, nada significaría; y no existiera tal pacto si cada uno anduviera suelto y sin más sujeción que la que antes tuviera en estado de naturaleza. Porque ¿qué aspecto quedaría de pacto alguno? ¿De qué nuevo compromiso podría hablarse, si no quedare él vinculado por ningún decreto de la sociedad que hubiere juzgado para sí adecuada, y hecho objeto de su aquiescencia efectiva? Pues su libertad sería igual a la que antes del pacto gozó, o cualquiera en estado de naturaleza gozare, donde también cabe someterse y consentir a cualquier acto por el propio gusto
98.En efecto, si el consentimiento de la mayoría no fuere razonablemente recibido como acto del conjunto, restringiendo a cada individuo, no podría constituirse el acto del conjunto más que por el consentimiento de todos y cada uno de los individuos, lo cual, considerados los achaques de salud y las distracciones de los negocios que aunque de linaje mucho menor que el de la república, retraerán forzosamente a muchos de la pública asamblea, y la variedad de opiniones y contradicción de intereses que inevitablemente se producen en todas las reuniones humanas, habría de ser casi imposible conseguir. Cabe, pues, afirmar que quien en la sociedad entrare con tales condiciones, vendría a hacerlo como Catón en el teatro, tantum ut exiret. Una constitución de este tipo haría al poderoso Leviatán más pasajero que las más flacas criaturas, y no le consentiría sobrevivir al día de su nacimiento: supuesto sólo admisible si creyéramos que las criaturas racionales desearen y constituyeren sociedades con el mero fin de su disolución. Porque donde la mayoría no alcanza a restringir al resto, no puede la sociedad obrar como un solo cuerpo, y por consiguiente habrá de ser inmediatamente disuelta.
CAPITULO XIX. DE LA DISOLUCIÓN DEL GOBIERNO
211. Quien quisiere hablar con su tanto de claridad de la disolución del gobierno deberá distinguir, en primer lugar, entre la disolución de la sociedad y la pura disolución de aquél. Lo que constituyó la comunidad, y sacó a los hombres del suelto estado de naturaleza hacia una sociedad política, fue el acuerdo a que cada cual llegó con los demás para integrarse y obrar como un solo cuerpo, y así formar una república determinada. El usual y casi único modo porque tal unión se disuelve es la irrupción de una fuerza extranjera vencedora. Porque en tal caso, no pudiendo ya ellos mantenerse y sustentarse como cuerpo entero e independiente, la unión a tal cuerpo atañedera, y cuyo ser fue, deberá naturalmente cesar, y por tanto volver cada cual al estado en que antes se hallará, con libertad de movimiento y de procurar lo necesario a su seguridad, como lo entendiere oportuno, en alguna otra sociedad política. Siempre que la sociedad fuere disuelta es evidente que el gobierno de ella no ha de poder permanecer: Las espadas de los vencedores a menudo cercenan los gobiernos de raíz y hacen menuzas de las sociedades, separando a los súbditos 17 o esparcida multitud de la protección y aseguramiento en aquella sociedad que hubiera debido preservarles de la fuerza embravecida. Está el mundo demasiado informado y ya harto adelante de su historia para que sea menester decir más sobre este modo de disolución del gobierno; y no hará falta mucha argumentación para demostrar que, disuelta la sociedad, imposible es que el gobierno permanezca, tan imposible como que subsista la fábrica de una casa cuando sus materiales fueron desparramados y removidos por un torbellino o emburujados en confuso acervo por un terremoto.
212. Además de ese trastorno venido de fuera, sus modos hay de que los gobiernos puedan ser disueltos desde dentro: Primero. Por alteración del legislativo. Consistiendo la sociedad civil en un estado de paz entre los que a ella pertenecieren, en quienes excluye el estado de guerra el poder arbitral establecido en el legislativo para extinguir todas las diferencias que puedan surgir entre cualesquiera de ellos será en el legislativo donde los miembros de una comunidad política estén unidos y conjuntos en un coherente ser vivo. Esta es el alma que da forma, vida y unidad a la comunidad política; por donde los diversos miembros gozan de mutua influencia, simpatía y conexión; de suerte que, al ser quebrantado o disuelto el legislativo, sílguense la disolución y la muerte. Porque la esencia y unión de la sociedad consiste en tener una voluntad; y el legislativo, una vez establecido por la mayoría, vale por la declaración y, por decirlo así, el mantenimiento de la voluntad predicha. La constitución del legislativo es el acto primero y 18 fundamental de la sociedad, mediante el cual se provee a la continuación de los vínculos de ella bajo dirección de personas y límites de leyes, a cargo de gentes para ello autorizadas, por consentimiento y designación del pueblo, sin el cual ningún hombre o número de éstos podrá tener allí autoridad de hacer leyes obligatorias para los demás. Cuando uno cualquiera, o varios, por su cuenta hicieren leyes sin que el pueblo para tal oficio les hubiere nombrado, serán éstas sin autoridad, y que el pueblo no estará, pues, obligado a obedecer. Por tal medio, entonces, viene éste de nuevo a hallarse fuera de sujeción, y puede constituir para sí un nuevo legislativo, como mejor le plazca, en plena libertad para resistir la fuerza de quienes, sin autoridad, buscaren imponerles cualesquiera medidas. Cada cual se hallará a la disposición de su albedrío propio cuando los que tuvieren, por delegación de la sociedad, la declaración de la voluntad pública a su cargo, quedaren de aquélla excluidos, y otros usurparen su lugar sin autoridad o delegación para ello.
213. Siendo lo que antecede comúnmente causado en la comunidad política por quienes abusan del poder que en ella les compete, difícil será considerar tal hecho correctamente y discernir a quién correspondiere la culpa, sin saber la forma de gobierno en que acaece. Supongamos, pues que el legislativo se halle en la coincidencia de tres distintas personas: primero, una sola persona hereditaria, con poder ejecutivo supremo y constante, y asimismo con el de convocar y disolver las otras dos dentro de ciertos periodos de tiempo; segundo, una asamblea de nobleza hereditaria; tercero, una asamblea de representantes escogidos, pro tempore, por el pueblo. Supuesta dicha forma de gobierno será evidente 19 214. Primero, que cuando esa persona única o príncipe impone su voluntad arbitraria en vez de las leyes, que son voluntad de la sociedad declarada por el legislativo, sufrirá la legislativa mudanza. Porque siendo éste, en efecto, el legislador cuyas normas y leyes son llevadas a ejecución, y requieren obediencia, apenas otras leyes sean instauradas y otras normas alegadas e impuestas, ajenas todas a lo que el legislativo constituido por la sociedad promulgara, es evidente que habrá mudanza en el legislativo. Quienquiera que introdujere nuevas leyes, sin estar para ello autorizado por fundamental designación de la sociedad, o acaso subvirtiere las antiguas, desconoce y derriba el poder que las hiciera, y establece así un legislativo nuevo.
214. Primero, que cuando esa persona única o príncipe impone su voluntad arbitraria en vez de las leyes, que son voluntad de la sociedad declarada por el legislativo, sufrirá la legislativa mudanza. Porque siendo éste, en efecto, el legislador cuyas normas y leyes son llevadas a ejecución, y requieren obediencia, apenas otras leyes sean instauradas y otras normas alegadas e impuestas, ajenas todas a lo que el legislativo constituido por la sociedad promulgara, es evidente que habrá mudanza en el legislativo. Quienquiera que introdujere nuevas leyes, sin estar para ello autorizado por fundamental designación de la sociedad, o acaso subvirtiere las antiguas, desconoce y derriba el poder que las hiciera, y establece así un legislativo nuevo
216. Tercero, que cuando por el poder arbitrario del príncipe los electores o modos de elección fueren alterados sin el consentimiento del pueblo y adversamente al interés común, también el legislativo será alterado. Porque si escogiere a otros distintos de los autorizados por la sociedad, o de otro modo que el prescrito por ella, los escogidos no constituirán el legislativo nombrado por el pueblo.
217. Cuarto, que también la entrega del pueblo a la sujeción de un poder extranjero, ya por el príncipe, ya por el legislativo, es ciertamente cambio del legislativo y disolución del gobierno. Porque habiendo sido fin de las gentes al entrar en sociedad la preservación de una sociedad libre y entera, gobernada 20 por sus propias leyes; piérdase aquél en cuanto se hallaren abandonados a un poder extraño.
219. Hay otro modo de disolverse un gobierno, y es el siguiente: Cuando aquel en quién reside el supremo poder ejecutivo descuida y abandona ese cometido, de suerte que las ya hechas leyes no puedan ser puestas en ejecución, ello viene a ser demostrablemente reducción total a la anarquía; y así, en efecto, disuelve el gobierno. Porque no hechas las leyes como declaraciones en sí, más para ser; por su ejecución, vínculos sociales que conserven cada parte del cuerpo político en su debido lugar y empeño, cuando aquella totalmente cesare, el gobierno visiblemente cesará, trocándose el pueblo en confusa muchedumbre sin orden ni conexión. Donde ya no existiere administración de justicia para el aseguramiento de los derechos de cada cual, ni ninguno de los restantes poderes sobre la comunidad para dirección de su fuerza o cuidado de las necesidades públicas, no quedará ciertamente gobierno. Cuando no pudieren ser ejecutadas las leyes será como si no las hubiere; y un gobierno sin leyes es, a lo que entiendo, un misterio de la vida política inasequible a la capacidad del hombre, e incompatible con la sociedad humana.

Thomas Hobbes. Leviathan. Tomo I. Cap. XIII

Thomas Hobbes Leviathan Capítulo XIII DE LA CONDICIÓN NATURAL DEL GENERO HUMANO, EN LO QUE CONCIERNE A SU FELICIDAD Y MISERIA La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y mentales que, aunque pueda encontrarse a veces un hombre manifiestamente más fuerte de cuerpo, o más rápido de mente que otro, aun así, cuando todo se toma en cuenta en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es lo bastante considerable como para que uno de ellos pueda reclamar para sí beneficio alguno que no pueda el otro pretender tanto como él. Porque en lo que toca a la fuerza corporal, aun el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya sea por maquinación secreta o por federación con otros que se encuentran en el mismo peligro que él. Y en lo que toca a las facultades mentales, (dejando aparte las artes fundadas sobre palabras, y especialmente aquella capacidad de procedimiento por normas generales e infalibles llamado ciencia, que muy pocos tienen, y para muy pocas cosas, no siendo una facultad natural, nacida con nosotros, ni adquirida (como la prudencia) cuando buscamos alguna otra cosa, encuentro mayor igualdad aún entre los hombres, que en el caso de la fuerza. Pues la prudencia no es sino experiencia, que a igual tiempo se acuerda igualmente a todos los hombres en aquellas cosas a que se aplican igualmente. Lo que quizá haga de una tal igualdad algo increíble no es más que una vanidosa fe en la propia sabiduría, que casi todo hombre cree poseer en mayor grado que el vulgo; esto es, que todo otro hombre salvo él mismo, y unos pocos otros, a quienes, por causa de la fama, o por estar de acuerdo con ellos, aprueba. Pues la naturaleza de los hombres es tal que, aunque puedan reconocer que muchos otros son más vivos, o más elocuentes, o más instruidos, difícilmente creerán, sin embargo, que haya muchos más sabios que ellos mismos: pues ven su propia inteligencia a mano, y la de otros hombres a distancia. Pero esto prueba que los hombres son en ese punto iguales más bien que desiguales. Pues generalmente no hay mejor signo de la igual distribución de alguna cosa que el que cada hombre se contente con lo que le ha tocado. De esta igualdad de capacidades surge la igualdad en la esperanza de alcanzar nuestros fines. Y, por lo tanto, si dos hombres cualesquiera desean la misma cosa, que, sin embargo, no pueden ambos gozar, devienen enemigos; y en su camino hacia su fin (que es principalmente su propia conservación, y a veces sólo su delectación) se esfuerzan mutuamente en destruirse o subyugarse. Y viene así a ocurrir que, allí donde un invasor no tiene otra cosa que temer que el simple poder de otro hombre, si alguien planta, siembra, construye, o posee asiento adecuado, 1 pueda esperarse de otros que vengan probablemente preparados con fuerzas unidas para desposeerle y privarle no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida, o libertad. Y el invasor a su vez se encuentra en el mismo peligro frente a un tercero. No hay para el hombre más forma razonable de guardarse de esta inseguridad mutua que la anticipación; esto es, dominar, por fuerza o astucia, a tantos hombres como pueda hasta el punto de no ver otro poder lo bastante grande como para ponerle en peligro. Y no es esto más que lo que su propia conservación requiere, y lo generalmente admitido. También porque habiendo algunos, que complaciéndose en contemplar su propio poder en los actos de conquista, los llevan más lejos de lo que su seguridad requeriría, si otros, que de otra manera se contentarían con permanecer tranquilos dentro de límites modestos, no incrementasen su poder por medio de la invasión, no serían capaces de subsistir largo tiempo permaneciendo sólo a la defensiva. Y, en consecuencia, siendo tal aumento del dominio sobre hombres necesario para la conservación de un hombre, debiera serle permitido. Por lo demás, los hombres no derivan placer alguno (sino antes bien, considerable pesar) de estar juntos allí donde no hay poder capaz de imponer respeto a todos ellos. Pues cada hombre se cuida de que su compañero le valore a la altura que se coloca él mismo. Y ante toda señal de desprecio o subvaloración es natural que se esfuerce hasta donde se atreva (que, entre aquellos que no tienen un poder común que los mantenga tranquilos, es lo suficiente para hacerles destruirse mutuamente), en obtener de sus rivales, por daño, una más alta valoración; y de los otros, por el ejemplo. Así pues, encontramos tres causas principales de riña en la naturaleza del hombre. Primero, competición; segundo, inseguridad; tercero, gloria. El primero hace que los hombres invadan por ganancia; el segundo, por seguridad; y el tercero, por reputación. Los primeros usan de la violencia para hacerse dueños de las personas, esposas, hijos y ganado de otros hombres; los segundos para defenderlos; los terceros, por pequeñeces, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, y cualquier otro signo de subvaloración, ya sea directamente de su persona, o por reflejo en su prole, sus amigos, su nación, su profesión o su nombre. Es por ello manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que les obligue a todos al respeto, están en aquella condición que se llama guerra; y una guerra como de todo hombre contra todo hombre. Pues la GUERRA no consiste sólo en batallas, o en el acto de luchar; sino en un espacio de tiempo donde la voluntad de disputar en batalla es suficientemente conocida. Y, por tanto, la noción de tiempo debe considerarse en la naturaleza de la guerra; como está en la naturaleza del tiempo atmosférico. Pues así como la naturaleza del mal tiempo no está en un chaparrón o dos, sino en una inclinación hacia la lluvia de muchos días en conjunto, así la naturaleza de la guerra no consiste en el hecho de la lucha, sino en la 2 disposición conocida hacia ella, durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo otro tiempo es PAZ. Lo que puede en consecuencia atribuirse al tiempo de guerra, en el que todo hombre es enemigo de todo hombre, puede igualmente atribuirse al tiempo en el que los hombres también viven sin otra seguridad que la que les suministra su propia fuerza y su propia inventiva. En tal condición no hay lugar para la industria; porque el fruto de la misma es inseguro. Y, por consiguiente, tampoco cultivo de la tierra; ni navegación, ni uso de los bienes que pueden ser importados por mar, ni construcción confortable; ni instrumentos para mover y remover los objetos que necesitan mucha fuerza; ni conocimiento de la faz de la tierra; ni cómputo del tiempo; ni artes; ni letras; ni sociedad; sino, lo que es peor que todo, miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta. Puede resultar extraño para un hombre que no haya sopesado bien estas cosas que la naturaleza disocie de tal manera a los hombres y les haga capaces de invadirse y destruirse mutuamente. Y es posible que, en consecuencia, desee, no confiando en esta inducción derivada de las pasiones, confirmar la misma por experiencia. Medite entonces él, que se arma y trata de ir bien acompañado cuando viaja, que atranca sus puertas cuando se va a dormir, que echa el cerrojo a sus arcones incluso en su casa, y esto sabiendo que hay leyes y empleados públicos armados para vengar todo daño que se le haya hecho, qué opinión tiene de su prójimo cuando cabalga armado, de sus conciudadanos cuando atranca sus puertas, y de sus hijos y servidores cuando echa el cerrojo a sus arcones. ¿No acusa así a la humanidad con sus acciones como lo hago yo con mis palabras? Pero ninguno de nosotros acusa por ello a la naturaleza del hombre. Los deseos, y otras pasiones del hombre, no son en sí mismos pecado. No lo son tampoco las acciones que proceden de esas pasiones, hasta que conocen una ley que las prohíbe. Lo que no pueden saber hasta que haya leyes. Ni puede hacerse ley alguna hasta que hayan acordado la persona que lo hará. Puede quizás pensarse que jamás hubo tal tiempo ni tal situación de guerra; y yo creo que nunca fue generalmente así, en todo el mundo. Pero hay muchos lugares donde viven así hoy. Pues las gentes salvajes de muchos lugares de América, con la excepción del gobierno de pequeñas familias, cuya concordia depende de la natural lujuria, no tienen gobierno alguno; y viven hoy en día de la brutal manera que antes he dicho. De todas formas, qué forma de vida habría allí donde no hubiera un poder común al que temer puede ser percibido por la forma de vida en la que suelen degenerar, en una guerra civil, hombres que anteriormente han vivido bajo un gobierno pacífico. Pero aunque nunca hubiera habido un tiempo en el que hombres particulares estuvieran en estado de guerra de unos contra otros, sin embargo, en todo tiempo, los reyes y personas de autoridad soberana están, a causa de su independencia, en continuo celo, y en el estado y 3 postura de gladiadores; con las armas apuntando, y los ojos fijos en los demás; esto es, sus fuertes, guarniciones y cañones sobre las fronteras de sus reinos e ininterrumpidos espías sobre sus vecinos; lo que es una postura de guerra. Pero, pues, sostienen así la industria de sus súbditos, no se sigue de ello aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares. De esta guerra de todo hombre contra todo hombre, es también consecuencia que nada puede ser injusto. Las nociones de bien y mal, justicia e injusticia, no tienen allí lugar. Donde no hay poder común, no hay ley. Donde no hay ley, no hay injusticia. La fuerza y el fraude son en la guerra las dos virtudes cardinales. La justicia y la injusticia no son facultad alguna ni del cuerpo ni de la mente. Si lo fueran, podrían estar en un hombre que estuviera solo en el mundo, como sus sentidos y pasiones. Son cualidades relativas a hombres en sociedad, no en soledad. Es consecuente también con la misma condición que no haya propiedad, ni dominio, ni distinción entre mío y tuyo; sino sólo aquello que todo hombre pueda tomar; y por tanto tiempo como pueda conservarlo. Y hasta aquí lo que se refiere a la penosa condición en la que el hombre se encuentra de hecho por pura naturaleza; aunque con una posibilidad de salir de ella, consistente en parte en las pasiones, en parte en su razón. Las pasiones que inclinan a los hombres hacia la paz son el temor a la muerte; el deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida confortable; y la esperanza de obtenerlas por su industria. Y la razón sugiere adecuados artículos de paz sobre los cuales puede llevarse a los hombres al acuerdo. Estos artículos son aquellos que en otro sentido se llaman leyes de la naturaleza, de las que hablaré más en concreto en los dos siguientes capítulos.

DEMOCRACIA DELEGATIVA

La democracia delegativa. Por  Guillermo O'Donnell     |   Para   LA NACION, 2009 Hace unos 15 años, al tratar de entender los...